En una sociedad organizada en torno a la producción en la esfera económica, la situación de las personas respecto al mercado laboral constituye quizá el elemento más definitorio de su posición social. El acceso al mercado laboral y las condiciones de disfrute de un empleo, condicionan de manera directa las posibilidades que una persona tenga de ejercer de forma efectiva sus derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico: la autonomía personal y el ejercicio de la libertad individual, que condiciona además el acceso a los bienes y recursos sociales (salud, educación, vivienda, prestaciones sociales, etc.), la participación efectiva en todos los espacios de la vida social, económica, cultural, etc. Más allá de esto, nuestra relación con el mercado de trabajo, y la profesión que ejerzamos en él, constituye quizá una de nuestras principales fuentes de identidad.
Así, podemos decir que, en nuestra sociedad, una de las situaciones más desfavorables en que puede encontrarse una persona es la de excluida o discriminada en el mercado laboral; Y ello porque, como decíamos más arriba, este tipo de exclusión o discriminación determina de forma casi directa nuestra situación y posición en el resto de las esferas de nuestra vida. Todo ello reafirma la enorme relevancia que tiene garantizar la igualdad en el empleo, en sí misma (como forma de dar cumplimiento efectivo a uno de los principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico) y en tanto que medio para garantizar el disfrute efectivo del resto de derechos económicos, sociales y culturales, y una vía de protección frente a la exclusión social.
La larga trayectoria en el ámbito internacional y el énfasis puesto desde las instancias europeas, contribuyeron a que los centros de trabajo como ámbitos de intervención se viniera constituyendo como uno de los espacios fundamentales para el avance en la mejora de las condiciones de vida de las mujeres, y de la sociedad en su conjunto.